martes, 3 de julio de 2012

Fútbol y patria

Sí, he sido y sigo siendo la típica niña a la que no le gusta el fútbol. Me aburre. Una vez intenté asomar la cabeza y me descubrí como una fanática culé, o más bien antimadridista, por una cuestión estética pura y dura, además de influída por una educación que ha puesto más empeño en que yo sea del Barça que en cualquier otro aspecto de la existencia. Inmediatamente decidí volver a mi sentimiento original, los estados alterados de conciencia inducidos por la histeria colectiva sin un motivo de peso detrás, me sientan mal. Es decir, me sentía imbécil, que es exactamente como yo veo a los seguidores de este deporte, sobre todo a los que cosen los colores de la bandera de su equipo a su cerebro. Pero ayer sucedió una cosa en un modesto bar regentado por chinos. En la tele, un partido de la Eurocopa. Por suerte, el establecimiento no estaba muy concurrido, a la suma un par de mesas ocupadas, y me encontraba en la mejor de las compañías. De repente, en la puerta, aparece una família de aspecto indú, una madre y tres niños diminutos, de cuatro años como mucho. Los niños querían entrar a ver el fútbol, comprendí por los gestos, y la madre parecía explicarles que no, pacientemente. Al cabo de un rato, los tres niños entraron en el bar, sin la madre, sin dinero, y treparon a dos sillas emocionados y dispuestos a pasar un buen rato. La visión de esos tres pequeñajos de ojos enormes, entusiasmados ante la pantalla, me cautivó. Pensé que todos los futboleros tienen a un niño así en su interior. Y yo sigo siendo la niña que prefiere jugar a gomas o hacer una coreografía en la hora del patio, y que no tiene espacio suficiente porque el fútbol, dominado por niños masculinos, ocupa TODO el recinto. Así que no hay remedio, pierdo la batalla. La danza, la música, el espectáculo de calidad, con una buena escenografía, un buen vestuario, con palabras que transmiten emociones, no tiene ni de lejos el mismo atractivo para la masa que unos tíos con cara de simio vestidos de manera ridícula pateando un balón de un lado a otro del césped. Una vez aceptado el fracaso, no es impedimento para seguir observando.

El momento más friki de un partido es cuando cantan el himno de su país. Ayer fue gracioso, porque los de Italia tienen un himno con letra y la cantan a pleno pulmón. Luego salió el himno de España y los jugadores, calladitos, unos miraban al cielo sobrecogidos, otros debían estar cantando por dentro Bola de Drac.
Vivo en Barcelona, ciudad extraterrestre que dicen que pertenece a Cataluña, a España y a Europa. En esta ciudad muchos de los colores de La Tierra tienen representación, acogemos a todas las razas, todas las clases, todas las nacionalidades. Cuando yo era pequeña, cuando jugaba gomas, no existía aún esta diversidad, y estábamos en pleno auge de postmodernismo barcelonés, arrastrando un pasado terrorífico que a mí me sonaba tan antiguo como las guerras del Peloponeso que luego bostezaría largo y tendido en horas de aula. Mi cole era progre y moderadamente nacionalista. Molt català. Un cole que pasó de ser privado a concertado y luego a público por la generosa determinación del profesorado. Pillé de lleno el producto tardío del Rock Català. En mi clase había unos cuantos independentistas convencidos, unos pocos independientes mentales y una gran mayoría de nacionalistas que no sabían que lo eran, pero que saltaban a velocidad de relámpago siempre a favor del Barça, la lengua catalana y TV3. El Sr. Pujol hizo un trabajo delicado, minucioso y de un éxito tremendo.
Cuando juega la selección Española, que de sólo escribirla ya me da urticaria, en Barcelona se produce un fenómeno curioso. Ante el fervor estatal con La Roja (nombre de indudable kistch comunistoide que juega a la unidad patriótica) los nacionalistas catalanes se ponen malos. Y entonces te das cuenta de la cantidad de tiempo y energía, de esfuerzo y de emoción, que pone cada cual en la defensa de su bandera, de sus constumbres, de su territorio, de su organización y su economía. Los nacionalistas españoles son cristianos, de derechas, aviejunados tengan la edad que tengan, horteriles, capitalistas, homófobos, racistas, asesinos de animales (lo digo por la caza y los Toros), tienen buen recuerdo de Franco, un par de canales de televisión y radio donde sueltan a sus provocadores y no participaron en el  15M. Los nacionalistas catalanes acaparan dos generaciones: una más joven de izquierdas, socialmente comprometida al estilo vasco, con organizaciones juveniles a las que empiezan a sumarse en la pubertad, participaron en el 15M guardando la bandera en el bolsillo por el interés común, asamblearios, topeguays, feministas, marxistas, leninistas, y todos los istas que suenen a solidario y están en desacuerdo con sus mayores (los otros nacionalistas, cristianos, pijos, capitalistas, homófobos, racistas y machistas como los otros) excepto en la pasión por la terra.
Así me llega a mí.
En apariencia, algunos son más atractivos que otros. En común, los nacionalistas jóvenes y viejos, de derechas o de izquierdas, tienen un profundo odio por el contrario, el amor a una bandera y al equipo de fútbol que la representa, la memoria histórica más presente que el propio presente (y no digamos el futuro), la ciega determinación de un Orco en la defensa de su idea, y la absoluta convicción de que la oposición al otro, la lengua en la que se expresa, el lugar que habita, los colores de su bandera, el folcrore de la zona, y lo que hayan convenido en reconocer como costumbres dignas de ser mantenidas tiene el valor interno equivalente a su persona. Y yo, ahí, es donde difiero.
No tengo sentimientos de amor por la patria, nací sin ese don. Me gusta mi ciudad, por eso vivo en ella. Mis raíces están donde haya gente que me quiera. Hablo dos idiomas con soltura y chapurreo otro, y creo que los idiomas son maravillosos, que la palabra lo es. Mis costumbres cambian obligadas por la tecnología. Me interesa la organización de una sociedad más justa, más libre, más cómoda, más divertida, más inteligente, más efectiva, más sana.El Planeta me parece tan fascinante que no me atrevo a empequeñecerlo con una mirada cateta. Opino que la vida de todos los seres humanos, sin distición ninguna, tiene exactamente el mismo valor. Y que las diferencias son tan nimias, tan efímeras, tan dependientes, tan ilusorias, que no deberían estar por encima de la propia vida.  Por lo tanto para mí el patrotismo es un sentimiento frívolo, superficial, e inducido. Es, desde mi punto de vista, un atavismo, un resto tribal del que algún día nos acabaremos desprendiendo. De hecho, El Mercado se ha adelantado a la Ciudadanía en ese aspecto. Una vez más hemos dejado que el dinero nos arranque un fundamento.

Cuanto más divididos estemos, más diferente nos creeremos, más enemigos encontraremos. Y eso no quiere decir que me agrade un país más grande, si no que no contemplo las fronteras. Que España, que no es más que un nombre y un territorio que han ido cambiando con el transcurrir de la historia, representa para mí lo mismo que el carnet de identidad, un trámite burocrático sin ningun atributo humano. Los organismos de gestión sí me afectan, porque desde ellos se deciden las apuestas de futuro. Quiero invertir más y mejor en energía, que se investigue al respecto, que se avance, para que todos podamos tener agua potable, caliente, corriente, electricidad ilimitada, energía limpia, barata y respetuosa con el medio ambiente. Y dudo que alguien preocupado en sonarse los mocos con su bandera, en insultar al prójimo, en hacese pajas oyendo su himno nacional, esté racionalmente capacitado para llevar a cabo una labor inteligente en la gestión sobre esos asuntos. La prueba está en que desde su idea de nación, todavía no hay una propuesta novedosa y humanitaria, que yo seguiría sin importarme la lengua en la que esté formulada.

El fútbol es un deporte respetable, como lo son todos los demás, pero hoy en día es uno de los más grandes instrumentos de estupidización, un negocio fraudulento, de estética mediocre, de valores dudosos, y que representa el mayor engaño desde el que nos utilizan para el negocio de la guerra, y en sustitución, del merchandising.

Hay dos frases anarquistas cuya simplicidad me enamora:
Un patriota, un idiota
Ni fronteras ni banderas

Lógica vulcana.

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