miércoles, 4 de mayo de 2011

Identidad Nacional (fábula)


Imaginemos que por fin tenemos una base espacial instalada en la Luna o en cualquier otro lugar que no sea la Tierra y hemos enviado ahí a unos cuantos seres humanos para que investiguen. Estas personas habrían sido elegidas por sus habilidades y conocimientos, nunca por su nacionalidad, su ideología política o sus lazos de sangre. Unas semanas después de vivir alejados del planeta de origen, la Tierra, seguramente empezarían a sufrir esa encantadora enfermedad maravillosamente bautizada por los habitantes gallegos llamada “morriña”, es decir, empezarían a añorar sobre todo el clima terrícola, a sus amigos y familiares y a las pequeñas cosas de la vida que nos unen a la realidad. Para compensar la morriña, la gente de la base espacial comenzaría, lo más seguro, por recuperar costumbres que pudieran practicarse allí. Por ejemplo, alguno se habría traído una bandera de un equipo, la foto de su mamá, un dado de la suerte que le regaló su mejor amigo y unas cuantas revistas de hembras de la especie en posiciones más o menos eróticas. Y otra se habría llevado otra bandera distinta de otro equipo, la foto de sus hermanas, unas bragas que le dan suerte, y un póster de Brad Pitt. En las cenas en común, alguien abriría una botellita de alcohol casero, y otro compartiría una tarta típica. Hablarían de sus distintas costumbres y, la mayoría, intentaría agarrarse a ellas para reafirmar su identidad frente a los otros. Pasados unos meses, o quizás unos pocos años, los más débiles habrían forrado literalmente las paredes de su habitáculo con fotos de su país natal y de su familia, mascullaría palabrotas en su idioma materno, rechazaría platos de otra cultura gastronómica y al final acabaría pidiendo a gritos que le regresaran a La Tierra. El resto, habría intercambiado costumbres locales hasta no saber si el mecánico irlandés que insulta en italiano es en realidad ruso porque se ha aficionado al vodka o la científica israelí que está aprendiendo japonés no esconde una española dentro porque devora el chorizo que da gusto, o el astronauta norteamericano se ha vuelto europeo a fuerza de leer filosofía y ver películas francesas, o si la bióloga japonesa, que es la que mejor prepara las pizzas, no tendría orígenes sudamericanos porque está aprendiendo a bailar tango, bien amarradita, por cierto, al médico argentino que disfruta con la comida china. Al cabo de unos años más, las identidades nacionales habrían desaparecido para dar paso a las comunes. Seguramente todo este grupo habría establecido unas bases mínimas según los criterios en común. Por ejemplo, habrían decidido comer pizzas todos los martes por la noche, emborracharse los viernes, insultar en alemán, barrer los jueves por turnos y formar tríos, en vez de parejas, porque son pocos y la soledad lunar provoca amor triangular. Pasadas unas cuantas decenas de años más, la selenita de origen japonés habrá tenido un par de bebés de padre escocés y marroquí respectivamente, la selenita de origen colombiano estaría embarazada del cocinero napolitano, etc. Los bebés serían selenitas. Y adquirirían las costumbres locales de barrer los jueves e insultar en alemán. Pero con el tiempo, el chorizo habría pasado de moda y un tipo de tomate transgénico cultivado en el huerto lunar sería la delicia de todos. Y seguirían teniendo en común lo mismo que con sus padres y madres y el resto de habitantes de la Base y lo mismo que con los Terrícolas: la especie.
Aunque el vodka sea divertido, insultar en alemán sea efectivo y el tango tenga su punto, ya no son peculiaridades, como el resto de chorradas prescindibles o por lo menos intercambiables, que pertenezcan en exclusiva a los habitantes de un pedacito de la Tierra. Ahora forman parte de la cultura cotidiana general de toda la Base y han dejado de ser características únicas para ser colectivas y en constante mutación. Es lo que pasa cuando ya no hay fronteras ni físicas ni mentales. Váyanse acostumbrando. Ustedes son habitantes de La Tierra y hablan el idioma materno pero usan expresiones extranjeras en sus conversaciones diarias, mezclan su dieta local con manjares que provienen de puntos lejanísimos a donde usted reside, etc. Una chica de Barcelona, por poner un ejemplo, se hace un bocadillo de frankfurt con pambtomàquet, va a clases de danza del vientre y de sevillanas, habla con soltura tres lenguas, viste ropa hecha en china, es súperfan de un grupo de electropop francés, aunque también, y en secreto, adora los fados, está enamorada platónicamente de Vigo Mortensen, guapísimo actor de origen norteamericano que se crió en Argentina y es de padre danés, bebe vodka hecho en Suecia, tiene amigos de todo el mundo a través de las redes sociales y, abducida por la tele, se pirra por los “Manolos”, zapatos diseñados por un canario de padre checo que estudió en Ginebra, París y Londres y reside en esta última ciudad.

Que me aspen si entiendo qué demonios es la identidad nacional.

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